Hace muchos muchos siglos, y por influencia del latín, en el español primitivo los hablantes diferenciaban claramente la pronunciación de la be («b») y la uve («v»). Sin embargo, en la época medieval empezó a desaparecer dicha distinción; prueba de ello son las abundantes muestras que se han hallado en la escritura de muchas palabras en las que se confundía el uso de dichas letras. Al llegar el siglo XVI, prácticamente la igualdad en la pronunciación se había establecido, si bien la tradición ortográfica mantuvo la be y la uve en el código de la escritura.

Y he aquí la razón de los dolores de cabeza que nos provocan estas letras. Simple y llanamente el oído no nos da ninguna clave para decidir cuál de ellas usar, dado que ambas comparten el mismo punto de articulación: son bilabiales (unión de los labios). Desde luego estoy hablando de su pronunciación en español, no en inglés, francés o algún otro idioma.

Entonces, ¿qué caso tiene «mortificar» a nuestros alumnos con una enseñanza terminológica desfasada, que incluye el binomio labial-labiodental? No pretendamos señalarles que las decisiones ortográficas se asocian con la pronunciación, pues —al menos en este caso— estaríamos basándonos en una falacia.

Ahora bien, si no hay distinción fónica, es un hecho que la práctica ortográfica de estas letras no es muy fácil que digamos. En consecuencia, su abordaje debe basarse en otros principios, por ejemplo, las conexiones etimológicas y la explotación por familias de palabras.

Finalmente, les recomiendo que evitemos referirnos a estas letras usando nombres asociados con tamaño («be grande» y «ve chica»), altura («be alta» y «ve baja»), articulación («be labial» y «ve labiodental») y animales («be de burro» y «ve de vaca»), pues nada de esto constituye una auténtica clave para mejorar la ortografía de nuestros alumnos. Se llaman simplemente be y uve (ni siquiera *uvé).

TwitterFacebookInstagramYouTube