Hace mucho tiempo prometí que ejercería como bloguera: no lo hice y lo siento. Es tiempo de reivindicarme. Me siento muy motivada porque actualmente estoy tomando un curso de puntuación avalado por la RAE, así que mi cabeza está llena de ideas. He decidido, por tanto, escribir una serie de artículos bajo el título «Reflexiones sobre el sistema ortográfico de puntuación», de los cuales este es el primero. ¿Quieres aventurarte conmigo? Te aseguro que la evolución de nuestro sistema de puntuación es simplemente apasionante.

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Reflexiones sobre el sistema ortográfico de puntuación

La historia de los signos de puntuación es larga… muy larga. Se trata de una práctica gráfica que, para llegar a su estado actual, tuvo que recorrer un camino evolutivo de 22 siglos —si tomamos como punto de arranque el mundo latino— o de 28 siglos —si nos remontamos al mundo griego—.   

Hoy en día no concebimos un texto escrito sin signos de puntuación. Hasta el menos avisado de los escribientes hace gala de puntos, exclamaciones y comas (no siempre bien empleados, pero al menos colocados con la mejor de las intenciones); quienes saben un poco más sobre el asunto, abren los signos de exclamación e interrogación, usan puntos suspensivos en su número correcto (tres), y hasta identifican dónde deben colocar punto y coma.

Ahora bien, esto que vemos tan natural no siempre fue así. En sus orígenes, la escritura —entendida como la «transcripción visual del habla sobre un soporte físico»— era una scriptio continua. Esto significa que se escribían secuencias de palabras sin espacios entre ellas, lo cual dificultaba no solo la identificación inmediata de cada unidad, sino el significado global que el escribiente buscaba transmitir.

Ya podrán imaginarse el caos que generaba esta forma de escribir los textos entre quienes pretendían leerlos (¡y entenderlos!). Estaba claro que las cosas no podían quedarse así: había que buscar una solución.

Continuará

«Reflexiones sobre el sistema ortográfico de puntuación (II)»


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